Esta mañana he sido sorprendido gratamente
por un hecho poco habitual. Dos personas ya entrada en años se besaban en la
boca en medio de la calle. Ya sé que es muy corriente ver a jóvenes y
adolescentes hacerlo, pero no lo es tanto en personas adultas y menos aún en personas
mayores. He sentido alegría, por lo inusual y placentero del hecho. Se imagina
uno a esas personas en un estado de felicidad y desinhibición elevado, no fruto de la pasión
física, sino algo más profundo, algo que solo se consigue con el tiempo; como el vino de reserva, que necesita envejecer para tomar cuerpo, adquiere otras cualidades imposible de exigir en un vino joven. Este acto de amor, que tiene su referente físico en los
labios, tiene sus raíces en el corazón.
No entiendo cómo hay ciudades que
prohíben, multan y hasta condenan con la privación de libertad, besarse en público. Aunque no son los únicos, Estados Unidos
se lleva la palma de la excentricidad. En el estado de Iowa pueden ser sancionados los
hombres con bigote que lo hagan. Y en
Maryland no puede sobrepasar el minuto de duración. Creo que estas normas están
hechas por las mentes más estrechas y más amargadas del país.
Recordando a
Fernando Fernán Gómez en Esa
pareja feliz cuando intentaba vender en vano un aparato de radio montado en
su humilde casa al son del eslogan “¡A la felicidad por la electrónica!”, yo propondría una campaña institucional con el lema "¡A la felicidad por el beso!". Pero
lejos de eso, me temo que, con los tiempos que corren, estemos más cerca de lo
contrario y el ayuntamiento de turno encuentre en ello un motivo más para incrementar sus arcas y terminemos formando parte de ese grupo gilipollesco de ciudades anti-beso.
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