Sé que muchos pensarán que peco de pesimista, pero no tengo
mucho que celebrar este año. Más bien poco. Hace tiempo que deje de brindar con el tan manido “que el próximo año sea, al menos, como este”.
Tengo observado que no da resultado. Dejando de lado que el paso inexorable del
tiempo dificulta la bonanza del venidero sobre todo cuando tu calendario
personal ya lo tienes cargadito de primaveras, este año que acaba dentro de unas
horas, ha sido especialmente duro para mí y los míos.
Con cuarenta años a la espalda como funcionario del Estado,
he visto muchas cosas en este sector laboral. He vivido momentos álgidos en los
que ser funcionario era casi un honor bendecido por el antiguo régimen. Con la
llegada de la democracia (me duele decirlo) la figura del funcionario ha sido
sistemáticamente vilipendiada por todos los gobiernos, fueran del color que
fueran. A la pérdida del poder adquisitivo que se nos ha castigado año tras
año, se suma ahora la eliminación de la paga extraordinaria de diciembre, la
reducción del salario mientras dure la baja médica, la reducción de vacaciones
y días de libre disposición y la ampliación del horario de trabajo. Visto desde
la perspectiva del desempleado, le puede parecer peccata minuta, pero no deja de ser sintomático que cuando se
pretenda sacar dinero de los asalariados se acuerden siempre de los
funcionarios previa campaña de desprestigio del sector por parte de los
gobernantes de turno.
Si a esto unimos la situación en la que están dejando al
país con su afán de extraer dinero de las capas sociales más débiles, tenemos
un panorama más negro que el calcetín de un minero y que creo que el 99 por
ciento de los españoles no nos lo merecemos.
Mis padres cobran una pensión que les da muy justo
para vivir, teniendo que prescindir muchas veces hasta de calentar lo
suficiente la casa para poder llegar a fin de mes. Tengo unos hijos con un
futuro más incierto que nunca; que, si las tasas académicas se lo permiten, se
verán obligados a emigrar para sacarse las castañas del fuego, lo que me
alejará de ellos cuando más los voy a necesitar. El panorama para mi nieta de
11 años no es mejor.
Están dejando el gobierno del país a manos de las grandes empresas,
con lo que la especulación, el negocio y el enriquecimiento de unos pocos está
asegurado de por vida. La objetividad de la justicia y la de los medios
informativos se quedarán en una simple quimera. El aumento de la mendicidad y del número de enfermos, así como
la de los robos y la violencia… todo
esto se lo debemos a ellos, a los padres de la patria. A los que tienen por
obligación mejorar nuestro bienestar. Sin embargo son los que nos obligan a la austeridad
mientras ellos nadan en la opulencia. Estandarizan la pobreza y lo que antes
era una brecha entre ricos y pobres, ahora lo convierten en un precipicio.
Según un informe
de Intermon Oxfam, de rectificar ahora –que va a ser que no- tardaríamos 25
años en recuperar el nivel de bienestar anterior a la crisis.
Con este panorama, pues qué quieren que les diga…no, no
estoy de humor para celebraciones, como mucho brindaré porque estos
desalmados dejen de existir; mejor aún, les desearía una nueva vida: que
pasaran al paro, viviendo en unos miserables pisos a punto del desahucio, enfermos y con
familia que mantener. Si, les deseo lo peor.
Brindo por ello.
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